Un día cualquiera, de los buenos quizás. Esos días en los que mis estudiantes de 12 a 14 años prestan atención y las ganas de transmitir regresan a la rutina.
Explico y escribo en la pizarra con mi rotulador negro, escribo y explico hasta que uno de los niños (siempre atentos al detalle) me hace notar que la tinta negra ya se está volviendo gris. Con un gesto instintivo tomo mi rotulador, cierro el casquillo y lo echo a la basura. Voy al escritorio y tomo uno nuevo para volver a mi pizarra y escribir. Es ese el momento en el que me avergüenzo de mí misma. Me he pasado los primeros minutos de clase contándoles cuánto es importante reciclar el plástico y ni siquiera sé adonde va a parar el rotulador que acabo de echar a la basura. Me doy cuenta de que, hasta una persona como yo, tan atenta a diferenciar y a evitar los envases de plástico, cae fácilmente en la rutina de tirar los llamados ¨productos desechables¨ sin pensar que ese pequeño pedazo de plástico que acabo de tirar va a tomarse unos 500 años en biodegradarse en el ambiente y, los tataranietos de mi hija van a estar nadando en un mar de rotuladores, botellas y bolsas de plástico durante toda su vida. Lo peor es que yo no soy una excepción si no más bien, un ejemplo común, al menos en este país y en esta ciudad.
Desde que, en 1954, el italiano Giulio Natta inventó el plástico, nuestra vida y nuestras costumbres han cambiado considerablemente. Todavía recuerdo los tiempos de la tiza y las pizarras verdes. No podías salir a la calle sin revisar la ropa y, ni pensar en vestirte de negro porque la ropa negra, al término de la clase, era gris con pespuntes blancos. Me pregunto cómo me he vuelto una persona tan cómoda y desconsiderada y la respuesta es la misma para todo el mundo: es fácil. Es fácil seguir el viejo refrán: “Ojos que no ven, corazón que no siente”, y no somos ni más desarrollados ni más limpios que antaño, simplemente estamos echando basura lejos de nuestro espacio para pensar que no la volveremos a ver. ¿Dónde la echamos? Al mar, por supuesto.
De los casi 100.000 millones de kilos de plástico que consumimos cada año un buen 10 % acaba en el océano. De ese 10% un 70% se hunde y el restante 30 % flota, arrastrado por las corrientes. Cuando el plástico llega al océano no se biodegrada, más bien se rompe en pedazos siempre más pequeños. En dependencia del tamaño de esos pedazos, son comidos por peces, aves marinas, o engullidos por una ballena que los confunde con el plancton.
Los seres humanos, tan pulcros y complicados, somos la única especie sobre el planeta que produce basura, y nuestra basura está perjudicando y matando numerosas especies de otros pobladores de nuestro hermoso mundo azul.
Se conocen ya las localizaciones precisas de los varios depósitos de plástico en el océano. El mayor de esos depósitos ha sido llamado “El séptimo continente” y está compuesto por unos 100 millones de toneladas de plástico, tiene una superficie de 1,5 millones de kilómetros cuadrados y unos 40 metros de profundidad. Estados Unidos tiene el número 20 en la lista de los países que mayormente contribuyen a la contaminación por plástico del planeta, lista encabezada por la China. Cada año son usados 63 billones de galones de petróleo para abastecer a los Estados Unidos con botellas de plástico. Más del 90 % de esas botellas son usadas sólo una vez. En nuestro país (lo llamo nuestro con perdón de los nacionalistas) se desechan 38 billones de botellas de plástico cada año. Al mar, a nuestro bellísimo mar, se echan más de 8 millones de toneladas de plástico cada año. No es extraño que hayamos hecho nuestro considerable aporte a la formación de este nuevo y espeluznante continente de basura flotante. Estiman los expertos que el 90% de los peces y aves marinas han ingerido plástico en algún momento de su vida. Desde los grandes mamíferos como la ballena azul, que confunde el plancton con diminutas partículas plásticas, hasta las tortugas marinas, que confunden las bolsas de plástico con su alimento preferido: las medusas. Y para colmo de males, las diminutas partículas de plástico que son ingeridas por los peces vuelven a ser parte de nuestra dieta. Pero los peces, las aves marinas y las tortugas no son los únicos consumidores de plástico cuya vida e incolumidad peligra. A este punto alguien seguramente responderá: Yo no como nada que venga del mar, yo estoy a salvo. Muchas personas creen que están a salvo de la contaminación por plástico, simplemente sacando de su dieta los productos del mar, y se equivocan tremendamente.
Nuestro enemigo innatural se llama bisfenol A o simplemente BPA. Este material se usa para fabricar plásticos de policarbonato, transparentes y resistentes. ¿Le viene en mente algo transparente y resistente que usamos a diario? Entonces quizás le gustaría saber que entre las consecuencias negativas del BPA se encuentran el cáncer de próstata y de mama, la diabetes y la obesidad, la alteración del sistema inmunológico y endocrino, el desarrollo prematuro en las niñas, algunos problemas de fertilidad en los varones, hiperactividad y ritmos cardiacos anormales.
El BPA es solamente una de las sustancias químicas nocivas que desprende el plástico. Al 92% de los americanos, sobre los 6 años, se les ha detectado BPA en el organismo. El nivel de BPA es dos veces mayor en niños de 6 a 12 años. Prácticamente nosotros, los más limpios y pulcros, nos estamos comiendo nuestra propia basura. Las toxinas que libera el plástico se reincorporan a nuestro organismo y nos causan problemas de salud. Es sin cinismo que digo que nuestra cómoda ignorancia puede ser causa de graves problemas de salud, me incluyo en la lista de los ignorantes y de los cómodos. ¿Quién tiene ganas de ir al supermercado con bolsas reutilizables? ¿Quién tiene ganas de comer el yogurt sólo de envases de cristal? Yo misma he ido al supermercado con las mejores intenciones y he logrado substituir mucha de mi basura pero confieso, muy avergonzada, que el yogurt con virutas de chocolate que adoro, no lo encuentro en envases que no sean de plástico, que cuando me aprietan las ganas de tomar café y todo lo que tengo a mano es un envase de plástico, lo compro, que hasta hoy he tirado a la basura mis rotuladores gastados y que todavía consumo champú y suavizador de pelo sin saber si el envase será de los afortunados que se reciclan o de los millones que acaban en el mar.
Podemos hacer tanto, pero no logramos hacerlo todo, porque una sociedad consumista y sin escrúpulos nos ha sumergido de productos plásticos que no sabemos sustituir. La responsabilidad mayor es de los productores, no nos sintamos tan culpables. Pero nuestro pequeño aporte vale. Considerando que sólo en bolsas de plástico, tenemos una producción anual de más de 500.000 millones, usando bolsas de tela, podríamos ahorrar una media de 6 bolsas por semana, 24 bolsas al mes, para un total de 288 bolsas al año. Podemos filtrar el agua y no contribuir a los 38 billones de botellas de plástico que se desechan cada año en los Estados Unidos. Podemos buscar detergente en empaque de cartón, podemos ocuparnos de recoger siempre nuestra basura, podemos convencer a alguien para que aporte otro granito de arena a nuestro esfuerzo.
Podemos tomar conciencia de cuánto tiempo nuestra basura toma en degradarse. Por ejemplo; una colilla de cigarro toma de uno a cinco años, una bolsa plástica de 20 a 50 años. Los vasos plásticos de polietileno toman de 50 a 80 años, las latas de aluminio toman de 100 a 200 años, las botellas plásticas toman unos 400 años y las de vidrio cerca de un millón de años. En lo que a mí respecta, la próxima vez me ocuparé de poner el rotulador vacío en mi bolsa y cerciorarme de que termine en el contenedor de reciclaje de mi casa. Espero que con mi gesto y un poco de buen ejemplo, al menos los miembros de la nueva generación que están al alcance de mi mano y de mi instrucción, sean más conscientes de lo que hemos sido nosotros.
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